Aún no había cumplido los cinco años. Era la primavera del año 81. Última jornada del campeonato. El Pucela, que sorprendentemente no se jugaba nada en la tabla clasificatoria, se enfrentaba al Real Madrid, que peleaba ante la Real Sociedad por alzar el título liguero. […]
– ¡Buenas tardes, don Miguel, pensé que ya no llegaba usted.
– El tráfico, don Manuel. Esta ciudad ha crecido demasiado deprisa estos últimos años.
– Le entiendo a la perfección. Nosotros hemos venido andando porque sabíamos cómo se iba a poner esto. Mire, le presento a Pablo, el pequeño.
Recuerdo que me saludó apretando reciamente su mano en el preciso instante en que el árbitro pitaba el inicio del partido. Era algo mayor que mi padre, pero su complexión física, su mirada intensa (acrecentada por unas pesadas gafas) y su sonrisa
giocondana le otorgaban rasgos similares a mi progenitor, con ese aire despistado de la gente humilde que a base de trabajo y esfuerzo constante ha logrado ganarse la vida y sacar adelante una familia.
– Tenías cinco, ¿verdad?
– Eso es, aunque si por mí fuera tendría alguno más, así que no le extrañe que algún día le alcance, je je je.
[…]
– Coméntele a mi hijo de qué trata su último libro –le espetó mi padre para hacerme partícipe de su conversación una vez se retiraron los dos equipos a los vestuarios.
– Pues verás, Pablo, se trata de una historia de un señor rico que trata mal a gente pobre que trabajan sus tierras para él.
– ¿Cómo mi papa?
– Je je je e, no, Pablo. La diferencia es que tu papá trata bien a sus empleados; a veces demasiado bien, ¿verdad, Manolo?
[…] ¡¡¡Gooooool!!! […]
Estaba feliz, radiante ante la posibilidad de empatar el partido y fastidiarle la liga al equipo blanco, aunque él apenas lo celebró. Una vez sentado, les miré a ambos de perfil enfrascados en una charla constante. En ese momento sentí un incipiente enfado por aquel señor de semblante serio, pero de trato agradable que estaba arruinando mi día de fútbol, sin percatarme que se trataba de una de las más importantes figuras literarias que ha dado este país. […] Santillana marcó el uno dos pocos minutos después, y a partir de ahí, el partido entró en una fase de absoluto dominio merengue. Yo mostraba un semblante serio, con los párpados hinchados, los labios en posición de silbido inminente y los brazos cruzados con el objetivo de manifestar mi
disgusto, tanto por el marcador como por el caso omiso que me estaban haciendo. Poco antes del pitido final, el Madrid marcó otro gol, pero mi padre me explicó que la Real había ganado la liga, ya que había empatado su partido.
– Cuida ese talante, rapaz. Que ya tendrás mejores ocasiones para disgustarte.
Y con esa sencilla frase se despidió de mí el señor Delibes, o Delibres, como lo llamé yo hasta que aprendí a leer gracias a una de sus obras.