Una mañana de marzo, creo recordar, los camiones de Mudanzas Gallego se dirigían al barrio 4 de Marzo. A la puerta del piso se amontonaban hileras de cajas repletas de libros. Ya nos había dicho el jefe que se trataba de una mudanza especial que requería fuerza y destreza; con resignación […] las fuimos depositando cuidadosamente en los suelos de los camiones […]. Pero en el fondo de la casa aún quedaba una habitación sin recoger con sus estanterías repletas de libros. Me acerqué y con cabeza ladeada fui leyendo los títulos de aquellas obras que esperaban otro destino. De repente, tras de mí, escuche una voz amable y sorprendida:
–¿Te interesa la Filosofía?
–Sí, respondí dubitativo, casi como pidiendo disculpas por mi osadía, mientras enfundaba nervioso mis manos en el mono mudanzero: es que soy licenciado en Filosofía.
–¿Y qué haces aquí trasladando libros en vez de escribirlos?, me preguntó.
–¡Ya ve!: sacando algo de dinero para poder ir el fin de semana a León a ver a la novia.
Salió de la habitación y mientras me afanaba en no mezclar a Hegel con Aristóteles, por eso del tiempo histórico, apareció erguido con un libro entre las manos, Las ratas, me preguntó mi nombre y en la primera hoja del libro escribió: “Santiago, no abjures nunca de lo que amas y menos de la Filosofía”. Vi cómo estampaba su firma en la dedicatoria y, sorprendido y profundamente agradecido, lo metí en mi mono de trabajo sin apenas leer la dedicatoria; volví a cagar aquellas pesadas cajas de libros, que ahora se hacían livianas, con el pudoroso sentimiento de haber sido descubierto en un acto innoble impropio de un alevín de filósofo.
Después de muchos años comprendí por el uso del verbo “abjurar” que ya andaba metido en la trama de El hereje y me reprendí ampliamente por no haber aprovechado aquella ocasión que la fortuna puso en mi camino para intercambiar algunas palabras más con D. Miguel Delibes. Pero es que yo era entonces… un obrero.