No recuerdo muy bien cuándo, pero recuerdo verle por la calles de Valladolid con su cazadora y su gorra. Para mí era un gran orgullo como vallisoletana. En mis años de asidua a la Seminci, en que aprovechaba las mañanas para ver cine diferente del que se veía en las salas comerciales, recuerdo haber compartido cola con él, en eso también era un vallisoletano más. Seguramente tendría una entrada mucho mejor por la tarde, sin tener que esperar, pero prefería madrugar y ser también un espectador más.
También conocí a Delibes a través de sus personajes. Por pequeños que fueran, eran personajes dotados de una dignidad que compartían con su creador. Daniel, el Mochuelo y sus amigos Roque, el Moñigo y Germán, el Tiñoso, y la Uca Uca, la niña que seguía a Daniel como una sombra, y los demás habitantes de su valle; Quico, el príncipe destronado; Carmen Sotillo; El Nini; El señor Cayo; El Azarías; y tantos otros.
Conocí las opiniones de Delibes a través de sus artículos en su periódico: El Norte de Castilla. Siempre leía sus colaboraciones con avidez, era un sabio. Luego conocí a un Delibes mayor, en mis veranos como profesora en los campamentos de verano en Sedano. Alguna vez le encontramos cuando volvíamos de excursión e interrumpíamos su paseo con una gran fila de niños bulliciosos.
Otras veces le veíamos del brazo de alguno de sus hijos en nuestros paseos sin niños, después de las clases. Recuerdo la última vez que le vimos al anochecer por el medio de la carretera que atravesaba el pueblo. Iba solo, probablemente salió a disfrutar, sin que su familia se diera cuenta, de un paseo en libertad. Yo pensé en el peligro que corría de que alguien no le viera y le atropellara, pero también pensé que tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera. Cuando llegamos a su altura nos dimos las buenas noches y él entró en su casa. Aunque nunca me atreví a abordarle, me sentí orgullosa de haber saludado a alguien a quien admiraba profundamente.