A finales de noviembre de 1981, yo compatibilizaba mis estudios de Medicina con un trabajo nocturno como celador de Urgencias, en el Hospital Clínico de Valladolid. En la planta décima estaba aquellos días ingresado el gran pintor y dibujante Art Deco vallisoletano Eduardo García Benito, y durante unos días, a primera hora de la noche, mis compañeros y yo vimos pasar por delante de nuestra garita a Miguel Delibes, que acudía a acompañar a su amigo hasta la mañana siguiente.
García Benito falleció el 1 de diciembre y recibimos aviso para que subiésemos a retirar el cadáver de la habitación y lo bajásemos a la morgue. Un compañero y yo acudimos a planta, dispusimos el traslado de la cama en la que yacía García Benito y, cuando nos dirigimos al ascensor de servicio hospitalario, Miguel Delibes entró junto a nosotros.
En silencio, iniciamos el descenso desde la décima planta y, como de madrugada en el hospital apenas había actividad, el trayecto lo hicimos sin ninguna parada. Cuando esto ocurría, el ascensor se aceleraba y parecía coger “bastante” velocidad. Además, la cabina descendía como a trompicones, así que la cama y el difunto García Benito subían y bajaban rítmicamente. Delibes parecía asustado y mi compañero y yo, que sabíamos perfectamente quién era nuestro acompañante, procuramos infundir tranquilidad a la situación, sujetando la camilla con la mayor naturalidad.
Entonces, uno de los tumbos que dio el ascensor fue algo más brusco y Delibes, que estaba realmente pálido, nos preguntó con cierta ansiedad: “Normal, ¿verdad?”.
Finalmente, con un último empellón, el ascensor se detuvo en la planta baja. Se abrieron las puertas. Delibes se despidió del amigo santiguándose; y de nosotros con un recio: “Buenas noches, señores”.