Conocí a Delibes desde mi primera edad y en diferentes circunstancias.
Conocí a Delibes como vecino del paseo de Zorrilla y, en seguida, como hombre conocido y respetado. También como padre de Miguel y Elisa, amigos míos; como escritor reverenciado cuando comencé a andar entre libros. Y, finalmente, como periodista en “El Norte de Castilla” que dirigía Fernando Altés por aquel entonces.
Mi tiempo de redactor durante unos pocos años coincidió con el momento álgido del cierre de la Universidad y FASA, el asesinato de Carrero Blanco y la caída del Régimen. Formaban en aquella redacción: Antón –como redactor jefe–, Salcedo, Pastor, Criado, Rodicio, Valiño, Losada y Rodero, que recuerde a bote pronto. Yo era el más joven, y el más novato.
Al poco de mi incorporación y al principio de una noche, larga como todas, Antón me dijo que me pusiera al teléfono, que me llamaba Delibes. Que lo cogiera en su mesa. Se hizo un silencio un tanto particular que yo no supe interpretar muy bien e hice mi recorrido hasta la mesa de Antón con preocupación creciente. “Pero qué querrá este hombre”, pensaba para mis adentros. Lo que quería Delibes era dictarme un artículo de caza con todas las precisiones terminológicas y demás de las que él era tan capaz. En fin, que lo que quería era examinarme. Al final de la conversación, me mandó que le leyera el texto y debí de aprobar, pues no hubo corrección alguna por su parte.
En aquel tiempo, mal que bien, yo me examinaba mucho y lograba ir aprobando. Ya se encargaría la vida, después, de suspenderme a fondo. Él no, él me aprobó con nota. Siempre fue muy cariñoso conmigo. Creo que con todos.