1992, Feria de Libro Madrid. Un amigo conocedor de mi pasión me llamó para decirme que Delibes estaba firmando. Lo dejé todo y subí como un rayo, con Diario de un cazador y los Santos Inocentes bajo el brazo. Compré La hoja roja y, tras el saludo, comenzamos a hablar de caza y brotó el invisible vínculo entre los dos, el maestro y el ansioso aprendiz. En el ínterin los de la editorial me miraban mal por robarles tiempo, pero Delibes y yo seguimos a lo nuestro con la caza y el campo. Le pedí el favor de firmar los otros dos libros y accedió amablemente. Al final dedicó los tres. Ahora no tienen precio, ahora son unos “incunables”.
Yo, que comencé a leer y a cazar por mi tío Luis y por Delibes, allí frente a D. Miguel, absorto, sobrepasado, unido ya definitivamente a él y a Pucela, al Barbas y al Mochuelo, a Paco el bajo y al Azarías, a todos.
Años después le escribí a El Norte de Castilla y le pedí que se acercara a cazar con nosotros a La Cabeza de Béjar, al pequeño y humilde pueblo de Salamanca; me respondió que su salud, piernas y reflejos ya no se lo permitían, se me partió un trozo del alma. Dios, qué no habría dado yo por una jornada cinegética juntos: caza, perros, almuerzo, lumbre y tertulia para compartir aquello que amamos y también nuestro común pesimismo, que hasta eso nos unía.
A mí, que sin ser nada de Delibes, hubo personas que me dieron el pésame cuando se nos fue; quizá porque todavía hoy me soportan hablando con pasión de su persona, de su personalidad, de sus perros y cazatas, y, cómo no, de él y de su literatura. Siempre en el corazón D. Miguel, para siempre a mi lado.