Siempre he leído mucho, desde niño, y Delibes es uno de los escritores que más me ha marcado. Mi padre, que durante mucho tiempo tuvo su oficina en el arranque del Camino del Cementerio, me contó que durante años prácticamente le veía pasar a diario. En mi mente todavía infantil, esa historia de alguien que iba a visitar con tanta frecuencia la tumba de su mujer me impactó. Mi madre también me contó, que en las visitas que hacía con sus alumnos a las instalaciones de “El Norte de Castilla” coincidió en alguna ocasión con él, y que siempre fue muy cercano con los niños. En octavo de EGB nos obligaron a volver a leer a Delibes, en concreto El camino, y otro título a elegir; yo opté por El príncipe destronado. El camino me afectó, fue el primer libro que lo hizo. Tuve una identificación total con el “Mochuelo”. Esa angustia que vive Daniel en su cuarto, rememorando una infancia que se estaba quedando atrás para no volver, era la misma que estaba viviendo yo en esos momentos. Como anécdota tonta, casi ingenua de aquella época, desde el cuarto en la casa de un amigo del colegio, se veían las ventanas de la casa de Delibes y creíamos saber cuál era la de su despacho. Cuando veíamos la luz encendida fabulábamos con qué estaría escribiendo en esos momentos… En el primer año de universidad me apunté a un ciclo de conferencias en la antigua Facultad de Letras, una de ellas fue de Delibes. En mi abrigo llevaba un libro para que me lo dedicara, incluso hice el amago de ponerme en la cola que se formó al final de su charla, pero luego no me atreví. No me ha pasado con nadie más, la figura de Delibes me imponía demasiado… No fue cuestión de vergüenza, era alguien al que no me parecía oportuno molestar, quizá influyó verle ya mayor y pensé que no se merecía que le acosáramos.