Conocí a Delibes con 11 años, una edad demasiado temprana como para prestarle suficiente atención. Iba al Colegio San Agustín y estaba en quinto de primaria. Mi profesor de por aquel entonces, don Andrés Bermejo Parada, de Rubiales (Salamanca), nos propuso de actividad para el cumpleaños de don Miguel, que era como él le llamaba, hacerle unos regalos en forma de manualidades, cartas y dibujos para entregárselos después en persona.
Fui durante dos años consecutivos, junto con otros compañeros, a llevar aquella pila de cosas a la casa de un señor que no conocía de nada, pero que debía de ser alguien importante como para que hiciésemos todo aquello. Con 11 años, la figura de un escritor, en general, era para mí importante, pero si no te llamabas Knister y habías escrito Kika Super Bruja, no eras lo suficientemente guay.
No leería a Miguel Delibes hasta 10 años después, en la Universidad. Teníamos que escoger un libro para una asignatura literaria dentro de la carrera de Publicidad, y escogí, por simpatía a aquel recuerdo escolar, Señora de rojo sobre fondo gris. Así fue como le conocí. Llegarían después otros libros devorados a trompicones en el metro de Madrid […]. Flipé con Delibes, y con el personaje que de él me fui construyendo en la cabeza a través de sus novelas y de todo aquello relacionado con su figura que iba cayendo en mis manos.
Desde entonces, MAX me parece la firma más bonita del mundo por la historia que guarda, e intento seguir acercándome a la figura de quien así firmaba, aunque con el pudor de quien sabe que está escuchando una conversación ajena, a través de las historias que Ramón García Domínguez cuenta los domingos en la contraportada de El Norte de Castilla, y que guardo entre las páginas de un ejemplar de El Camino, para que quizás algún día, cuando esos libros caigan en unas manos nuevas, sientan a Miguel Delibes tan cercano y amigo como lo he podido sentir yo leyéndolas.