Conocí a Delibes siendo un niño, desde una perspectiva cuando menos curiosa: “desde las alturas”. Mi madre y mi tía Pilar esperaban que mi padre y sus amigos, después de una comida de fraternidad, pasasen a recogerlas para ir al Teatro Calderón y asistir a la representación de Cinco horas con Mario, de Delibes. A la comida asistieron Fernando Altés Bustelo, director de El Norte de Castilla; algunos de sus redactores; personas muy cercanas a la historia de mi vida como Germán Sainz y Tato Mateo; y el nombre más importante: Miguel Delibes. El tiempo pasaba y el portero automático permanecía mudo. Vivíamos en un quinto en el paseo de Isabel la Católica, con una amplia terraza abierta al Pisuerga. El día de autos, la terraza sirvió para que mi madre y mi tía montaran un dispositivo de guardia que les avisara de la llegada de las huestes de mi padre. En aquella atalaya urbanita, el vigía voluntario fui yo. Las manecillas del reloj corrían sobre la esfera al mismo ritmo que los nervios de mi madre: “¡No llegamos, no llegamos!”. Al límite del tiempo imprescindible para llegar al teatro, di la voz de alarma: los caballeros llegaban al rescate de las damiselas que, desde lo alto de la torre del castillo, aplaudieron de inmediato. Sonó el telefonillo y mi madre y mi tía bajaron al encuentro de los defensores de la pluma, en el corcel más rápido de las cuadras reales, el ascensor. Cuando pregunté a mi padre por el retraso, me reconoció que la charla con Delibes había sido muy intensa y que no se habían dado cuenta ni de la hora ni de que las mujeres estaban esperándolos. Con el tiempo, leí Cinco horas con Mario y recordé aquella “sobremesa” de mi padre con sus amigos y Delibes, que casi dio al traste con la ilusión de mi madre por ir al teatro. Su lectura me llevó a otras novelas de don Miguel que influyeron en que yo mismo terminara escribiendo las mías. Siempre agradeceré a Miguel Delibes el haber sido mi motor en la distancia y el alentador de mi vocación literaria.