SIN TÍTULO N.º 20 Melba Cantera Olivar
Hoy es un mal día. Ha empezado mal y, o mucho me equivoco, o va a acabar peor.
Paseo por el mercado sin rumbo y sin nada que hacer. Harto de mi mujer, he huido de casa en busca de un poco de paz, si es que eso aún existe en algún lugar. La costumbre me ha guiado hasta este familiar batiburrillo de olores y vocingleros.
No soy capaz de fijar mi vista en nada en particular, lo que resulta en un manchurrón de verdes, amarillos, grises, rojos. Cuando hablan de psicodelia deben referirse a algo con este aspecto…
Decido tomarme un carajillo, a ver si se me pasa un poco el cabreo.
Al entrar en el café, me invade el olor a croissants frescos y café recién hecho. El dueño me saluda con alegría, pero su sonrisa mengua cuando me ve el careto más de cerca.
– ¿Carajillo?
Asiento con la cabeza. No me hace más preguntas y se marcha a lo suyo. Un gran tipo, discreto y callado, de esos camareros competentes que ya no quedan.
Me arde el esófago con el primer trago. Lo ha cargado bien. Sí que debo de tener cara de mala leche…
Todo empezó ayer por la tarde, cuando mi mujer e hija me avisaron de que el nuevo novio de la niña vendría a comer a casa hoy. Vale, ningún problema. Pero comencé a preguntar:
– Isabel, dime, ¿cómo se llama este novio tuyo?
– Se llama Tomás –me contestó un poco bajito, como acobardada.
– ¿Sólo Tomás? ¿No tiene padre ni madre?
– Tomás Blanco Becerril.
– Bueno. Cuéntame algo de él. ¿A qué se dedica? ¿Cuántos años tiene?
– Tiene veintiocho años, uno más que yo. Trabaja en una farmacéutica. En realidad, él es el dueño.
– ¿Tan joven y ya tiene una farmacéutica, nada más y nada menos? Será de sus padres, ¿no?
Mi mujer y mi hija se miraron.
– No. La heredó de su mujer.
Mis sentidos de policía, dormidos durante mis tres primeros meses de jubilación, se despertaron ante la noticia.
– ¿La heredo? Su mujer… ¿está muerta?
– Sí.
Salté de la silla. Hay cosas que no se pueden evitar.
– Marcelino, siéntate y estate tranquilo –terció mi mujer.
– Me estás diciendo que el novio de mi hija es viudo con veintiocho años; que tiene una motivación “de libro” para haberse cargado a su mujer; y, además, acceso a todos los potingues de una farmacéutica… ¿Cómo quieres que esté tranquilo?
– No, si ya sabía yo que tampoco habría calma después de que te jubilaras –suspiró mi mujer mirando al cielo.
– Papá. Siempre estáis igual. Con Makame también la montaste. ¡Y todo porque era negro!
– ¡Qué negro ni qué niño muerto! ¡El tío estaba pringado hasta la médula en una red de tráfico ilegal de marfil! ¡Ayudaba a matar a esos elefantitos que te gustan tanto…!
– Bueno, pero eso no quiere decir que Tomás haya matado a nadie… –murmuró mi hija.
Mi trabajo durante casi cuarenta años ha sido ver, buscar y hurgar en lo peor de cada casa. Soy un paranoico, sí, pero con razón. Y este Tomás no me gusta.
Una vez acabado el carajillo, me vuelvo a casa. Por mucho que arrastro los pies, termino por llegar. Allí está Tomás, viene corriendo a saludarme según abro la puerta.
– Hola, don Marcelino. Encantado de conocerle –y me tiende una mano…
Como no me queda otro remedio, se la estrecho. Es un apretón de manos bien dado; no deja la deja fofa. Supongo que es guapo, alto, con buena planta, sonrisa de anuncio. Lleva el pelo corto y bien peinado. Es moreno, ojos oscuros, grandes. Un buen vendedor ibero.
En palabras de mi mujer: pasé toda la comida olisqueando a Tomás, como un sabueso. Y ahora sí que no me cabe ninguna duda: este hombre es culpable; se ha cargado a su señora.
Me voy pronto a la cama. Necesito descansar. Pero no hago más que darle vueltas al asunto del dichoso Tomás. Puedo pedirle a los compañeros que lo investiguen. Hasta podría intervenir yo mismo… En el peor de los casos, podría hacerle desaparecer, sólo si la cosa se pusiese muy mal…
Me despierto de un bote: ¿Cuándo me quedé dormido? Oigo las voces de mi mujer:
– ¡Es todo culpa tuya! –me espeta cuando aún estoy en la cama-
– ¡¿Qué?! Pero… ¿Qué ha pasado? –consigo articular.
Resulta que Tomás ha plantado a mi Isabelita. Justo después de que ella le comentase que soy policía jubilado. No lo puedo evitar; no me cabe la sonrisa en la cara. Voy a comerme con patatas a ese guaperas engominado.