Sería el año 1982, el colegio que lleva su nombre en el barrio de la Victoria cumplía cinco años. Recuerdo que entró en nuestra clase junto con otras autoridades, nos levantamos y pasó por cada pupitre estrechándonos la mano. Una mano fuerte, recia, de hombre de campo, del pueblo. Para mí, un niño, su estampa era la de un hombre alto y corpulento. Ahora mis hijos van a ese colegio y, debido a las circunstancias, estamos haciendo trabajos sobre él en casa. Hemos repasado Las ratas, Los santos inocentes y, la desconocida, Las guerras de nuestros antepasados. Muy a menudo les recuerdo aquella visita que mi memoria grabó a fuego.