Era una mañana fría del invierno salmantino. Un servidor, entonces estudiante de Filología Románica, caminaba por la calle “la Rúa” camino de Anaya, cuando, al torcer por la puerta de la iglesia de San Sebastián, vi por primera vez al hombre que habría, indirectamente, de determinar del devenir de mi vida. Miguel Delibes.
Me pareció entonces alto y delgado, bien peinado, abrigo largo, camisa blanca, corbata, y en la mano izquierda no sé si era libro o carpeta lo que sostenía. El caso, ya saben, es que poco antes yo me había quedado embelesado leyendo “Diario de un cazador”, que una gentil amiga me había regalado. Tan embelesado que había decidido que mi vida sería cazar y escribir de caza. Para rematar la faena tenía delante al señor que con su prosa había decidido mi futuro.
Interpelé su conversación con D. Fernando Lázaro Carreter y con D. César Real de la Riva, ambos profesores míos; pero tan amable él, me dijo “¿Y qué haces aquí?” “Estudio Filosofía y Letras”…etc. Quedamos en que le contaría mis cacerías tras cada media veda y cada temporada. Y así fue durante un buen puñado de años.
Después de Salamanca, él en Valladolid y yo en Cáceres. Pregúntenle a Ramón García Domínguez cómo era aquel señor que paseaba con él por Campo Grande. Yo luego a beberme todos los libros suyos, y no digamos los de caza. En el 62 salió “Las ratas” y en el 64 “El libro de la caza menor”, por ir nombrando alguno de entre los suyos. A ver si “el Nini” y “el Ratero” no eran consumados cazadores en el entorno de esa novela magistral.
De “El libro de la Caza menor” habría tanto que decir que lo voy a dejar en una anécdota. Corría el año 83 y en la ciudad de Cáceres se celebraba un congreso de no sé qué. Uno de los ponentes, o conferenciantes, era nuestro amigo epistolar el Señor Delibes. Por aquel entonces un servidor era ya profesor de Lengua y Literatura, para alumnos de bachillerato, en un centro de dicha ciudad, y en cuanto pudo dejó su tarea y se fue a ver a su mentor caza-literario, que a eso de las once y pico a.m. estaba firmando libros en determinado local.
“¿Qué tal Don Miguel?”. Me miró, pensó y, al cabo de un par de minutos, cayó en la cuenta. “¡Hombre, el estudiante de Salamanca!”. Yo llevaba, para que me lo dedicara, el dicho “Libro de la Caza Menor”; me lo dedicó y salimos a la calle. Estuvimos paseando por el Paseo de Cánovas y echamos un cafelito en un kiosko antiguo.
Hay quien ha dicho por ahí que Delibes tenía cierta tristeza y algún mal humor. El que lo diga él sabrá por qué. Lo de tristeza lo entiendo, que ya entonces había perdido parte de su corazón (Ángeles); pero en el rato largo que estuvo conmigo paseando, charlando y fumando lo hizo como un padre para mí, lleno de sencillez y bonhomía. No digamos en el montón de cartas suyas, en la que no hay ni una palabra desagradable para nadie.
Aquel año 64 apareció “Viejas historias de Castilla la Vieja”, en cuya edición del 69 incluyó “La caza de la perdiz roja”.
En el 70 sus reflexiones cinegéticas, amenizadas con un buen número de peripecias y anécdotas, nos las ofreció en una obra sencilla y deliciosa para todo aficionado, no sólo a la caza, sino a la prosa ejemplar. Me refiero a “Con la escopeta al hombro”. Pero algo que intuía ya en escritos anteriores, y que venía anunciando y denunciando, aquí lo manifiesta claramente y sin cortapisas: El inexorable declive de las especies silvestres y el abuso de los nuevos métodos “técnicos” para la consecución de las piezas cazables. Lo escribe clara y directamente: “El progreso, para la caza, es regreso”. En el último capítulo de este libro de reflexiones, titulado “La técnica y la caza” lo dice meridianamente: “Ya Ortega dejó sentado que la caza nos torna primitivos. Esta es su esencia. Quítesele al caza este retorno a la rusticidad, a la selvatiquez, y se quedará en nada”.
Su diario de caza, “Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo” apareció en el año 77, pero trata de las temporadas de caza entre el año 71 y el 74. Un verdadero primor para los que compartimos con él los avatares de andar por ahí, a la intemperie, buscando esas pinceladitas de felicidad que decía Ortega. Y además nuevos personajes-cazadores fueron apareciendo en sus relato de las jornadas de caza, y esta vez no de ficción sino reales: Miguel hijo, Germán, Juan, Adolfo, Manolo Grande etc, a los cuales volveríamos a encontrar en diarios futuros. Tardó tres años en publicar aquel diario, pero es que precisamente en el año 74 le vino encima el negro nubarrón de la pérdida de su querida Ángeles.
Salieron más libros y otros títulos de caza en los que ya dejaba ver la desazón del cazador que ve cómo unas y otras especies de caza menor disminuyen de forma alarmante.
Hace muy poco, Juan Delibes me contó que, en los últimos años, en los que ya no podía ser cazador activo, seguía muy interesado, y apasionado, por todo lo referente a la caza y hacía que él y sus otros hermanos cazadores le contaran dimes y diretes de los lances en los que participaban.
Hace ya ocho años, en una madrugada desangelada del marzo, andaba yo caminando por esos andurriales de Norba, cuando alguien me llamó y me dio la noticia de su último viaje. No por no esperada dejé de sentir el golpe. Hube de sentarme un rato a que el viento frío de poniente calmara el desasosiego que me atenazaba entre pecho y garganta.
Con frecuencia, y para que no se me olvide nunca lo que ha significado Miguel Delibes, abro “El libro de la caza menor” y leo la dedicatoria: “A mi joven amigo cazador Salvador Calvo, con un abrazo”.