Era una mañana fría del invierno salmantino. Un servidor, entonces estudiante de Filología Románica, caminaba por la calle “la Rúa” camino de Anaya, cuando, al torcer por la puerta de la iglesia de San Sebastián, vi por primera vez al hombre que habría, indirectamente, de determinar del devenir de mi vida. Miguel Delibes. Me pareció entonces alto y delgado, bien peinado, abrigo largo, camisa blanca, corbata, y en la mano izquierda no sé si era libro o carpeta lo que sostenía. El caso, ya saben, es que poco antes yo me había quedado embelesado leyendo Diario de un cazador, que una gentil amiga me había regalado. Tan embelesado que había decidido que mi vida sería cazar y escribir de caza. Para rematar la faena tenía delante al señor que con su prosa había decidido mi futuro. Interpelé su conversación con D. Fernando Lázaro Carreter y con D. César Real de la Riva, ambos profesores míos; pero tan amable él, me dijo: “¿Y qué haces aquí?” “Estudio Filosofía y Letras”…etc. Quedamos en que le contaría mis cacerías tras cada media veda y cada temporada. Y así fue durante un buen puñado de años.
[…]
[…] Corría el año 83 y en la ciudad de Cáceres se celebraba un congreso de no sé qué. Uno de los ponentes, o conferenciantes, era nuestro amigo epistolar el señor Delibes. […] que a eso de las once y pico a.m. estaba firmando libros en determinado local. “¿Qué tal, don Miguel?”. Me miró, pensó y, al cabo de un par de minutos, cayó en la cuenta. “¡Hombre, el estudiante de Salamanca!”. Yo llevaba, para que me lo dedicara, el Libro de la Caza Menor; me lo dedicó y salimos a la calle. Estuvimos paseando por el Paseo de Cánovas y echamos un cafelito en un quiosco antiguo.
[…]
Con frecuencia, y para que no se me olvide nunca lo que ha significado Miguel Delibes, abro “El libro de la caza menor” y leo la dedicatoria: “A mi joven amigo cazador Salvador Calvo, con un abrazo”.