Sería a finales de los 80 o principios de los 90, poco antes de que el mini-cine Groucho cerrara sus puertas. Fui a ver la obra maestra de Roberto Rossellini Roma città aperta. Estábamos en el cine tres personas, contándome a mí… Las otras dos a las que hago referencia estaban detrás de mí. Quedaban libres las otras quince butacas del coqueto mini-cine. Acabó la película, pasaron los títulos de crédito finales y la sala encendió sus luces. Me quedé pensativo sin moverme de la butaca, todavía asumiendo la obra maestra que acababa de ver, cuando me golpearon ligeramente en el hombro derecho y oí a mis espaldas una voz amable y risueña que me decía: “La película ha terminado”. Me giré todavía absorto y distraído y exclamé: “!Coño, Delibes!” Me salió del alma y tan natural que don Miguel se echó una carcajada. Iba con una de sus hijas, no recuerdo cuál. Salimos del cine juntos, paseando en la noche por Cadenas de San Gregorio, hasta mi casa cerca de la plaza de San Miguel, hablando de la película, de cine y de cómo un chico tan joven, estaba solo en un cine de minorías, viendo una película italiana en blanco y negro. Todo eso quedó para nosotros…
Conocerlo así, es un recuerdo imborrable, porque lo conocí en ese terreno que tanto le gustaba y en el que teníamos tanto en común, pese a nuestras edades tan dispares. Lo que más llamó mi atención de ese fugaz encuentro fue su amabilidad y cercanía. Años después y ya teniendo más cosas en común (mi vida en el mundo del teatro me ayudó a ello), me firmó y dedicó su libro más personal: Señora de rojo sobre fondo gris. Hoy esa joya tiene un lugar de honor en mi pequeña biblioteca.