Conocí a Miguel Delibes yendo de la mano de mi abuelo Agustín, durante uno de nuestros habituales paseos por aquel Valladolid de los ochenta. Por aquel entonces yo tenía diez años y ya había leído El príncipe destronado, aquella novela me resultó más cercana y familiar que las otras, más aún cuando aquella mañana, paseando de la mano de mi abuelo por el Campo Grande, tuve el privilegio de ponerle un rostro a su autor… De camino a la salida a la plaza de Colón, tras rebasar la pajarera, mi abuelo me indicó discretamente la figura de un hombre sentando en un banco. Era un hombre que no lucía ningún detalle de distinción, sino más bien todo lo contrario, un hombre desapercibido, perfectamente integrado con el resto de usuarios del parque. “Ves al señor que está sentado en ese banco?”, preguntó mi abuelo a media voz. “Sí, lo veo”; respondí. “Es el maestro Delibes”, dijo esbozando un susurro. “¿El del príncipe destronado?”, quise aclarar en voz alta. “Sí”, escuché decir cerca, “Yo mismo”. Me quedé un poco envarado. Era el hombre quien hablaba y lo hacía para nosotros. Por lo visto, el maestro me había oído hablar de él y quiso intervenir en nuestra charla. Mi abuelo apretó los ojos y comenzó a reír para sí mismo. Delibes, por su parte, también esbozó una sonrisa y se tocó el ala de su boina de verano, dibujando un protocolario ademán de despedida. “Buen día”, nos dijo. “Buen día”, contestó mi abuelo. Recuerdo el rostro iluminado de mi abuelo tras aquel encuentro. Mi descuido infantil había propiciado un episodio de acercamiento que tal vez mi abuelo llevara años reprimiendo al toparse con Delibes, un escritor al que veneraba.