Verano de los primeros años de la década de los 70. En concreto, sábado por la tarde. Recibo una llamada telefónica de la enfermera que tenía en mi consulta privada de Burgos, que estaba pasando sus vacaciones estivales en el municipio burgalés de Sedano, donde su padre había sido veterinario titular durante muchos años. El motivo era comunicarme que la hija de unos íntimos amigos que pasaban el verano en Sedano había notado síntomas de parto y pensaban que, por proximidad geográfica, preferían ir a Burgos en lugar de a Valladolid. Les cité en el Hospital de San Juan de Dios, que era donde yo trabajaba, y esa tarde conocí a Miguel Delibes.
Tuve la satisfacción de atender felizmente el parto de su hija y, como en esa época, las mujeres permanecían en el hospital unos tres días antes de darles el alta, y yo tenía por norma pasar la visita dos veces al día, mantuve varias charlas con él en las que me demostró su amabilidad, cercanía y humor. Era muy ameno escucharle hablar de su afición y pasión por la caza, del cariño con el que hablaba de sus veranos en Sedano y de las múltiples anécdotas que contaba.
Antes de marcharse me regaló dos de sus libros, dedicados con gran amabilidad y afecto.
Posteriormente, volví a atender el parto de otra de sus hijas y recuerdo como anécdota que, en una mis visitas habituales en el hospital, me presentó a un amigo suyo, también gran escritor, Francisco Umbral. Repitiendo su obsequio, me regaló otros dos libros suyos, igualmente dedicados con gran cariño.
Ni que decir tiene que, desde entonces, estos cuatro libros han ocupado un lugar preferente en mi biblioteca, por su valor literario y sentimental. Puedo decir, con total sinceridad, que conocer a Miguel Delibes fue para mí un gran honor. Con su muerte se nos fue un gran escritor, un gran hombre.