La cafetería Sofraga ocupa una parte de lo que fue el palacio de los Águila, recio edificio de sillería que se embute al lienzo de la muralla.
Se suele resaltar -de la ciudad de Ávila- su misticismo, su recogimiento, su introversión. Esto es solo una realidad literaria; la realidad real es bien otra. Fue una ciudad levantisca y guerrera, desde Raimundo de Borgoña hasta el alcalde Ronquillo, pasando por toda la hueste de los Dávila. De hecho, su arquitectura civil impone más que la religiosa. El siglo XVI -siglo de oro de la urbe- dejó un ramillete de palacios que te dejan boquiabierto.
La cafetería, en la zona del jardín, posee un cobertizo acristalado con infrarrojos; esta calefacción te mantiene a resguardo del clima, aun en los días gélidos. Lo más sobresaliente de las terrazas caldeadas es que se puede fumar (y vocear). Aquí, por las mañanas, viene José María a escribir. Primero bosqueja sus poemas (más bien los dibuja con esa letra tan suya que recuerda a la de Santa Teresa) y luego recibe a los amigos.
Enciendo un cigarro, me pongo las gafas, pido un ron con hielo y sacó el bloc de notas. “Donde hay creación ha de correr el humo y el alcohol”, decía Manu Leguineche. También pronunció esta otra frase que me sirvió de titular: “Las redacciones de los periódicos se parecen cada vez más a los hospitales”. Es verdad: en cuanto cambiamos las pesetas por euros -allá por el año 2000- ni un ruido, ni una palabra malsonante, ni una voz más alta que la anterior. Ni siquiera el runrún de la radio, pues las noticias comenzaban a parirse en los ordenadores.
Si a la vida periodística no le metes un poco de caos, un poco de improvisación, un poco de sal y pimienta, se convierte en burocracia; en insulsa burocracia y en un corta y pega. Leguineche, Umbral, Jiménez Lozano, César Alonso de los Ríos, el padre Martín Descalzo… Todos ellos se hicieron periodistas -grandes periodistas y grandes escritores- con ruido, alcohol y el magisterio de Miguel Delibes.
Le cuento a mi cicerone que Elisa Delibes, profesora de Lengua y Literatura y presidenta de la Fundación Miguel Delibes, me confesó que su padre le prohibió leer La sombra del ciprés.
-Prohibir -matizo- no sería exacto. La disuadía. A sus hijos les recomendaba todos sus libros, excepto ese.
-¿Te explicó el motivo?
-Sí, que era un libro muy pesimista y desesperanzado, pero yo creo que hay una razón más profunda.
-¿Cuál?
Bebo un trago de ron y entorno los ojos para crear un poco de suspense.
-Yo creo que Delibes, inconscientemente, emprende en esta novela un striptease emocional. Se mira muy hondo y, con el tiempo, no le gusta ese espejo; por tanto no desea que sus allegados le vean como un aguafiestas. Coloca las cartas boca arriba y esas cartas las percibimos los lectores, no las disimula. Le sale así porque aún no domina la técnica literaria, no es dueño de los recursos estilísticos con los que luego se va a ocultar. El arte es camuflaje, y en esta novela hay poco arte y mucho muñón en carne viva. El Delibes del ciprés es un Delibes en pelota picada, por fuera y por dentro. Elisa me dijo que leyó la novela una vez muerto el padre.
-¿Le gustó?
-Sí…. Más o menos.
Le doy otro lingotazo al ron y enciendo un cigarro.
Me estoy acordando -comienzo a reírme -de la primera vez que le entrevisté.
-¿Qué ocurrió?
-Un desastre.
-¿Qué le preguntaste?
-La primera pregunta la hizo él: “¿Tiene usted algo que ver con Valentín García Yebra?”. Le dije la verdad: no. A los demás entrevistados les mentía. Como todos me preguntaban lo mismo, a unos les decía que era mi hermano mayor, a otros que un tío lejano. Pero a Delibes no le mentí. Era una persona que transmitía verdad, y a las personas que transmiten verdad hay que tomarlas en serio. Le dije que hubo feeling por la coincidencia de los apellidos, por nuestro origen común, El Bierzo, y por la proximidad de nuestras fechas de nacimiento: él un 28 de abril y yo un 29. Delibes me dijo que qué más; le detallé, entonces, la visita que hice a don Valentín cuando veraneaba en su pueblo, Lombillo de los Barrios. Hasta aquí, bien. Lo peor vino a continuación.
Apuro el ron… Río y me atraganto.
-¿Tan gracioso fue?
-Fue lamentable. Estábamos sentados en el salón: él en una butaca y yo en el tresillo. Enfrente, la estantería con todos los libros de la colección Áncora y Delfín. Le miré a los ojos y lancé la pedrada: “¡Cómo consintió que destrozaran La sombra del ciprés con esa bazofia de película!”… ¿Tú ves esas tortugas que tienen el cuello tieso y que, de repente, se les empieza a encoger hasta desaparecer en el caparazón? Tal cual Delibes. En mis talleres de periodismo elijo esta anécdota como ejemplo de por donde no hay que comenzar una entrevista. La agresividad queda bien en Atila, no en un aprendiz de entrevistador. Si pretendes que el entrevistado se abra y coja confianza hay que comenzar por el lado opuesto: amabilidad y hacerte un poco el lerdo.
-¿Qué respondió?
-Fue escueto. Dijo algo así como que cedió los derechos y, a partir de ahí, “me desentendí del proyecto”. Y en esa frase nos quedamos colgados. Luego hubo un silencio, los dos a la espera… Me costó remontar.
-¿Por dónde encarrilaste?
-En un momento dado hablamos de Proust. Dijo que había empezado a leer a este autor en la traducción de…, no se acordaba del nombre. Le ayudé: Pedro Salinas. Fue decir Salinas y el color de la entrevista cambió. Debió pensar que quien tenía enfrente no era un gilipollas, pues esa fue mi carta de presentación.
-La película fue un fiasco.
-Sí, pero se puede decir de muchas maneras. Escogí la peor. Luego nos soltamos y la conversación fue a más. La segunda entrevista estuvo aún mejor. Y la tercera fue cuando me dijo que me sentara a su lado para hacernos una foto juntos. Lo sentí como un espaldarazo; a partir de ese momento me enviaba sus libros dedicados. A Delibes había que ganárselo, no era como esos andaluces que enseguida te echan el brazo por el hombro y te cuentan un chiste.