Recuerdo que en el cole La Inmaculada de los Hermanos Maristas, en su centro de la Huerta del Rey, nos daban para leer El camino, La sombra del ciprés es alargada y Las ratas, entre otras obras de Delibes. Mi hermano Luis y yo las guardamos, aparte de leerlas de vez en cuando. Con el paso de los años yo empecé a trabajar en la tienda que mis padres abrieron al principio de la calle Torrecilla, Peletería Ana se llamaba. Y frecuentemente don Miguel pasaba por delante de la tienda. Un día me llevé esas obras que guardábamos desde el colegio y las metí debajo del mostrador esperando a que pasara, para que me las pudiera dedicar, pero me imponía tanto su figura y su ademán tan seco que no me atrevía a salir para que lo hiciera. Un día le puse valor a la cosa y salí. Con mucha educación y profundo respeto le abordé. Se asustó un poco porque salí de la tienda con mucho ímpetu y le dije: “Buenos días, don Miguel, puede usted hacerme el favor de dedicarme estas obras suyas. Estaría encantado de que pudiera hacerlo”. Y don Miguel me respondió: “Hoy llevo prisa, majo, pero otro día estaré encantado de poder hacerlo”. Y continuó su camino. Transcurrieron los días y entre unas cosas y otras ya no me atreví a proponérselo. En fin, que pasó un montón de días más por delante de la tienda para arriba y para abajo y los libros se quedaron bajo el mostrador. Cerramos la tienda y abrimos otra en la calle Angustias. No volví a ver a don Miguel hasta la presentación de El hereje en la librería Maxtor y entonces sí me dedicó esa obra. Pero fue muy breve, había mucha cola y cuando me miró sonrió un poco, creo que recordaba que yo era aquel chico que tras el escaparate de su tienda le miraba pasar aquellos días por la calle Torrecilla. Siempre le admiré como escritor y como persona. Me recordaba en maneras y forma de vestir a mi abuelo Tomás. Dos Grandes.